martes, 25 de agosto de 2009

New York bajo el suelo o la mirada negada al turista



Nueva York es una jungla de asfalto, nada nuevo bajo el sol. Una jungla peligrosa plagada de tentaciones... y plagada de subterráneos. El metro taladra las entrañas de la roca agusanando la manzana que milagrasamente se mantien en pie. La historia subterránea de NY es anterior incluso al transporte suburbano: las batallas raciales y sectarias que marcaron el siglo XIX se apoyaron en una red de galerías que todavía hoy conecta los profundos e insondables locales de fachadas iluminadas de Chinatown. Debajo de los neones, bajo las tentaciones frescas y sabrosas de perfumes y pestilentes sensaciones aromáticas, se intuye la vida subterránea de la cuidad, las cloacas infernales que sostienen la tentación. En esa identidad basada en las alturas y en los paísajes urbanos se percibe una lucha por salir de un lugar aparentemente ideal, ameno, un "hortus conclusus", acotado por dos ríos en el que los placeres que merecen sobrevivir a una existencia acotada se multiplican sin fin, entre jardines y junto al cuerno que chorrea abundancia a cada segundo. Entre el hedor de sus cloacas y los efluvios de ebriedad, o precisamente por ellos, también se reproducen experiencias únicas, las que hacen que merezca la pena visitar esta ciudad. Una semana da para poco, sobre todo si se pagan los peajes del "turista"; yo me quedo con el concierto de Jason Moran en el Village Vanguard, una caverna platónica donde este pianista tejano nos recordó que el jazz es experimentación y que está ligado indisolublemente a los sones africanos de los expatriados que pueblan la urbe... algunos de ellos, según dicen, en túneles subterráneos.

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